Si no fuera por el vendedor de pescado que pasa gritando frente a su casa, no se despierta. Gabito, como le decían todos en Aracataca, casi no había pegado el ojo pensando en el focus group que esa mañana le harían a Cien años de soledad. Un estudio cualitativo y cuantitativo donde 20 lectores decidirían si valía la pena o no imprimir y publicar el manuscrito.
—“¡El pescao fresco, fresco el pescao!”.
Mientras aún escuchaba al vendedor alejarse, como pudo se subió los pantalones que le colgaron toda la noche de los talones y se acomodó una guayabera que apenas se había desabotonado, se echó una bocanada de ron para refrescar el guargüero y salió corriendo como alma que lleva el diablo para el salón comunal del viejo municipio del Magdalena.
Allí, frente a un vidrio empolvado que a duras penas dejaba ver una de las sesiones de grupo, saludó nervioso al dueño de una de las librerías más importantes de la costa colombiana, al representante de la editorial y a Gerardo, el moderador.
—Con permiso —dijo Gabito, intentando caer bien desde el principio. Enseguida se sentó en una de las sillas Rimax que habían dispuesto para el estudio y, por primera vez en su vida, se persignó.
Frente al primer grupo, Gerardo, el carnicero del pueblo que fungía como moderador, mojó su dedo regordete en saliva y pasándolo torpemente sobre las hojas del borrador de la novela, eligió una página al azar.
—¡Ejem! —carraspeó su garganta, y acto seguido empezó a leer la obra sin poner ni una sola coma, sin respirar siquiera entre párrafos, como si estuviera leyendo una lista de mercado.
Gabito se había empeñado tanto en poner cada coma, cada punto y cada signo de exclamación que le entraban ganas de llorar cuando lo escuchaba. Pensaba que cualquier obra leída con tal desinterés, así fuera Romeo y Julieta, estaría destinada al fracaso. Por otro lado, sabía que elegir una página a dedo era algo que haría imposible la comprensión de su obra, que, a diferencia de las revistas de chismes, había sido concebida para leerse en estricto orden, de comienzo a fin.
—¿Si entendieron? —preguntó finalmente Gerardo, respondiéndose en el acto—: ¿Cierto que no?
Gabito sospechaba que ese tipo de preguntas que sugieren de una vez la respuesta podría sesgar un poco el estudio, pero eso a Gerardo no le importaba, así que continúo:
—¿Cierto que está muy larga? ¿No les parece medio enredada? ¿No creen que siete generaciones son muchas generaciones?
Gabito quería atravesar el cristal con una de las sillas y tirársele encima, pero contuvo las ganas, no solo por respeto al dueño de la librería y al editor, sino porque se dio cuenta de que el grupo de estudio, de respuesta en respuesta, empezaba a superar ampliamente al carnicero:
—Me parece un libro mal presentado, eso así, sin pasta ni nada, arrugado, amarillento. Muy feíto —dijo Carmenza—, la esposa del alcalde.
—Este es el borrador —atinó a contestarle Gerardo—, son 500 hojas escritas a máquina nada más, no es la versión impresa. Es decir, para eso estamos aquí, para ver si se imprime o no —explicó.
—Igual me parece muy feo —repitió Carmenza.
Gabito empezó a sudar frío y antes que tan siquiera pudiera secarse la frente, escuchó al sargento de la Policía agregar:
—No sé, empezar la obra con “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento”, me parece muy violento, y lo digo yo que soy Policía. No sé, esa parte no me suena.
Gabito en realidad quería estar frente al pelotón de fusilamiento en ese mismo instante, aunque prácticamente lo estaba. Para él fue como una bala en el pecho cuando Ernestico, el hijo del dentista, dijo que la obra no estaba escrita en lenguaje inclusivo.
—¿Por qué no le ponen 100 años de “solede”? —sugirió.
Y enseguida don Baudilio, el yerbatero, agregó:
—Oigan, ¿no les parece que diez años de soledad serían más que suficientes?
Gabito entendía que muchos en la sala solo opinaban por opinar, como en el caso del yerbatero. Sentía también que muchos otros solo buscaban errores para parecer inteligentes, como la señora Inés, la viuda del carpintero, que sugirió cambiar las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia por moscas o zancudos para que fuera más creíble.
—Las mariposas no persiguen a la gente —decía—. Los zancudos sí.
Se había dado cuenta también de que los más dicharacheros tomaban fácilmente la vocería de la sesión y polarizaban hacía cualquier lado, que otros solo repetían lo que decían los demás para encajar en el grupo, y que unos cuantos más solo opinaban para justificar el refrigerio que les daban por participar.
A Gabito lo invadía una profunda tristeza que se hizo más grande para el final de la tarde, cuando en pleno estudio cuantitativo vio al representante de la editorial ponerse su sombrero y marcharse.
—“Al menos se despidió” —pensó Gabito.
No como el dueño de la librería que se había ido por lo menos media hora antes, supuestamente a comprarse un “raspao”, “casualmente”, unos segundos después de que Gerardo, echando números con la calculadora Casio de la carnicería, calificara la novela como “poco relevante”.
Más tarde, camino a casa, con su novela hecha pedazos de tanto manoseo, no podía evitar pensar en que someter su obra a ese focus group era como si el médico del municipio le preguntara a sus pacientes qué remedio les gustaría tomar, no le cabía en la cabeza que un trabajo creativo pudiera someterse a tanta “preguntadera”, a tanta estadística y matemática, sobre todo porque los únicos números que había usado para escribir su novela eran los que describían fechas y cantidades. Sobre todo porque el único cálculo que había usado era el que tenía como escritor, ese que llaman olfato, ese instinto creativo del que nacen las ideas inesperadas. Esa operación matemática que no se hace con calculadoras, sino con las tripas.
Por:
Diego Ortiz “Mimo”
CCO de DDB México
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